V EN FRANCA RETIRADA

A los de la retaguardia la marcha
les parecía más bien una fuga.
JENOFONTE

Una victoria, eso es. No, no era La Cañon. Ella jamás podría representar el triunfo, el éxito. La corona, como realización, y la palma, como elevación y exaltación, son los atributos exteriores de la victoria. Se presenta alada, pues se habla de la superioridad espiritual de los héroes. La victoria sobre el adversario significa inutilizarlo, someterlo al propio imperio y mando. Pero aquello fue una retirada a tiempo. Mal podía simbolizarla La Cañon. Muy mal. Y no es que se le despreciara. Ella no podía tener victorias porque era invencible, estaba siempre en ese estado de triunfo y carecía del goce de la huida y de lo laureles.

Estaban en el valle. Aquel escrito, que sacó Telesforo del estuche, les dio las instrucciones y les indicaba el lugar. Sólo tenían que dar con él, y eso era lo difícil por el pésimo sentido de la orientación que tenían. Les resultaba cuestarriba y dificilísimo. ¿Por dónde seguir huyendo? ¿Por dónde llegar a la ciudad indicada? Más siendo noche cerrada. Aunque la noche les protegía del infernal agobio que causaba el contrincante, cierto, no era la mejor situación para huir.

Saxolfeo, de sutil oído musical, se fue extrañando cada vez más. Cuando se inició el avance escuchaba detrás el fragor de la tropa. A medida que avanzaban ese ruido se fue oyendo menos, como si los demás, algunos, se rezagasen. Desde luego no le dio mucha importancia al principio, ya que iba el primero en la vanguardia, como un osado capitán de su tropa, aun sabiendo que allí es donde menos peligro se corre en una situación de retirada. Porque el peligro del que huye está en los talones, y si no que se lo pregunten a Aquiles.

Existen varias maneras de huir: la locura, la creatividad, que es la huida de la imaginación y drogarse o emborracharse. Pero huyen en noche oscura, no como Juan de la Cruz, que busca al amado, sino perseguidos por el odiado.

Terrible la sensación acústica. Su oído estaba educado para la escucha, para captar todos los sonidos e identificar su producción. Todo está en la receptividad. Aplicar el oído a un sonido próximo o lejano, también por uno o pocos segundos. dejarse penetrar por las ondas sonoras, con naturalidad, sin discurrir sobre el hecho, ni sobre sus causas. Ser un mero receptor del ruido, y percibirlo con placer y descanso. Para hacerlo mejor ayuda el cerrar suavemente los ojos.

No analizar ni juzgar, no pensar en la diferencia de sonidos, del ruido de las pisadas a medida que se avanza en la noche, un cambio que se te antoja perceptible y sospechoso, como si cada vez fuese menos la gente que camina. Pero no darle importancia, lo importante es estar plenamente relajado, confiado en el oído y con paciencia para que esos sonidos que van faltando lleguen poco a poco. Normalmente el mundo exterior debe llegar a nosotros sin que tengamos que ponernos tensos para recibirlo.

Había aprendido a dejar entrar en él los sonidos exteriores, sin tratar de protegerse contra ellos; había renunciado a estar a la defensiva y los había aceptado, siendo mero receptor, y había caído en la cuenta de que hay pocos ruidos que le pudieran molestar.

Había aprendido a deglutir, a beber el ruido, el sonido. Así, en su añorada vida cotidiana, recibía turbulento estridor de autos, muebles vecinales, personas vecinas, o el ronquido de algún compañero de alcoba, o el desciframiento de alguien de la banda, esos ruidos eran suave murmullo u ocasión de ejercicio de receptividad y medio de distensión nerviosa o muscular. Trataba de aplicar el remedio en la inmensa negrura de la noche, caminando sin meta ni rumbo.

Pese a esto su sentido del oído, que en él no se limitaba a lo normal, le indicaba que caminaban cuatro personas sólamente, distanciadas unas de otras. Lanzó una llamada y recibió órdenes de callar, por parte de los otros. Amedrentado y preocupado no se fijó bien en lo que tenía delante y dio de bruces con las ramas de un arbusto, que le azotaron en la cara. Repuesto un poco, trajo el acordeón, que colgaba de su espalda, y tocó una melodía para olvidar lo que su oído le decía, como lenitivo consuelo de sus penas y para calmar la angustia de lo nocturno.

Mal y difícilmente se puede explicar un escape en la noche. Describirlo es casi imposible. Cuatro hombres en medio de una llanura, pasado un río, sin un rumbo fijo, es una situación extraña. Los negros son otra cosa, haciendo caso del refrán que dice que de noche los de color son negros.

El sueño, la sed y la fatiga los asediaban, aunque el temor podía paliar los efectos de esas carencias.

Fue al topar con un árbol en su ruta cuando Telesforo sacó la linterna de su estuche. Los demás se le acercaron. Caricato le conminó a pagarla. Podía ser una foco de atracción para su perseguidor. Lo hizo. Decidieron parar un momento, para orientarse y tomar un respiro, sentarse y pensar. Habían olvidado que el enemigo sólo atacaba de día, y tomaron al pie de la letra el poner toda la tierra por medio durante la noche. No se podía ser maximalista a ultranza. Había que ser prácticos y esperar noticias de los suyos. De La Cañon y de El Mitra.

En su preocupación crispada ninguno echó cuenta de los negros. Allí no se les sentía. Tal vez más allá del grupo, en la negritud de la noche. Llamaron y el silencio contestó. Volvieron a hacerlo, y lo mismo. Se les hizo un nudo en a garganta. Saxolfeo tuvo una idea: Entonó un negro spirituals con el acordeón, cantó, y no obtuvo respuesta del coro. Prueba irrefutable de que los negros se habían volatilizado. O que, tal vez, jamás existieron y fueron frutos de sus imaginaciones presas del pánico y del terror, y consecuentemente, de la alucinación desmedida y absoluta. Sabido es que, ante del acoso, el que lo sufre maquina fuerzas y venganzas, imagina defensas. Colectiva creación de negros forzudos, deseos plagiados de películas y novelas de aventuras y mitos africanos, tarzanescos, y de gorilas guardianes, de esclavos protectores de las tiendas de Miramamolín en las llanuras manchegas. De todo ello habría un poco. Creencia en la forzuda superioridad del negro, auspiciada por la mediocridad de la desinformación. Cierto es que con la noche plena, con la oscuridad total, los negros se diluyeron. No se podría decir si por negros o por miedo, que también lo tenían, pues con la amenaza del adversario no valen fuerzas ni músculos, potencias o fortalezas resignadas a la esclavitud y la resistencia a la agresión, decantada históricamente.

Caricato apunta, le alumbra tenue Telesforo, los sucesos en la cuaderno. Pesadilla colectiva había sudo la visión de los negros. Bueno, tal vez desde que los persiguieron los aros que se formaron d las antenas de televisión, hasta topar con aquella encina, alrededor de la que estaban, todo no fue sino despropósito y locura, visión fatal y laberintos del magín. Desde aquel momento el enemigo hizo acto de presencia y actitud de ataque. Porque jamás sufrieron agresión. Sólo su amenaza, de la que lograban escapar. No podían definir los desperfectos ocasionados. Sí, seguro que una de las manifestaciones era la pérdida de la realidad, de esta cochambrosa percepción por los cinco sentidos, la verosimilitud, y caer con todo el equipo en los pringosos y pantanosos terrenos de lo imaginativo, o de lo alegóricoburlesco en este caso. Porque pensar o idear que aros, formados con antenas de televisión persiguen a uno, y que sesenta o setenta negros protegen de un ataque, no deja de ser una penosa burla en los intríngulis del alma de cada cual. Poco creíble.

Y allí estaban, en medio de la noche, en la vigilia de una día inesperado o desesperado, que de todo había en la desazón que les rodeaba. Tras intercambiar puntos de vista, se decidieron a quedarse allí, seguros de que el asunto de los negros se aclararía alguna vez, y que todo lo que se salió de los márgenes de la realidad, de lo que entendían por realidad, había sido treta del hostil, del pugnante. Habría que confiar en que otras veces no les engañara, que no perecieran en sus estratagemas, en su suma maldad. Cerrar los ojos a toda tentación de evasiva y defensa que no se aferrara en sus propios medios y miedos. Ni negros forzudos, ni soldados armados. la huida era la mejor victoria. Ir adelante, siempre adelante, sin más pausa ni medio. Lo plausible.

Rodeados de la noche, el caos, el terror, se debatían entre el seguir y el permanecer. Agusa, como probo padre de familia, recomendó que se concentraran en el deseo de que les llegara comunicación de El Mitra, en la creencia de que todo deseo se convierte en realidad tal opinan los musulmanes. Fue admitido, porque en aquella triste noche toda esperanza era profesada, se le tenía fe.

Su mujer estaría durmiendo a la pata la llana. mientras él sufría, al raso, aquella infernal noctivagancia. Tal vez con algún desconocido en su seno. Porque se desea que ese ser permanezca a su disposición, y si otro lo disputa surgen los celos. Aparte de terror, el enemigo le producía celos. Se rascó la calva.

¿Qué hacer? Caricato se apartó discretamente y sacó su muñeca hinchable, salvadora. Saxolfeo tocaba tristes melodías y Telesforo meditaba sobre la ética y las buenas costumbres. Sólo Agusa permanecía en la realidad que una y otra vez hemos de sobreponer para no ser víctimas del engaño, de la marrullería, de la falsedad espejeante de las cosas, de la ocultación de nosotros en el mundo que habitamos y que percibimos. Ese afirmarse supone la aceptación, recomposición y fijación de todo: cuatro hombres alrededor de un árbol, de noche, en un lugar desconocido y en franca retirada de una amenaza que pone en peligro sus vidas, como bien se ha mostrado en el día anterior con las alucinaciones, argucias, supercherías y trápalas del enemigo.

Cuando Caricato desplegó a su amada, extendiendo previamente la manta en el duro suelo del campo, procedió a su hinchado, su insuflo de vida, a ese ritual amoroso y maquinal que le orgasmaba. Era todo su amor carnal. Le contó lo mucho que sufría, la angustia que lo embargaba, mientras le besaba todo el cuerpo, desde la punta de los dedos hasta la coronilla. Y volvía. Sus manos se metamorfoseaban en pedipalpos de molusco, miles de caricias, millones corrían y recorrían aquel cuerpo sintético y ondulado. Arrumacos, mimos, lametazos era todo él para la pepona imposible. Sintió sobre su espalda una leve caricia. Cesó en sus juegos. Nadie parecía haberla hacho. Debió de ser una falsa sensación. Volvió a sus besos y floreos. Otra vez; pero no se volvió. Tuvo la sensación sobre la espalda de un suave roce que le fue gustando. Cerró los ojos y no quiso ver si era imaginaria o cierta. Respondió con cariños a su amada. Otra sensación de caricia le recorrió los hombros y el tronco. Una boca se enredó en la suya y él la bebió deseoso. Vorágine amorosa y gineceica envolvió todo su cuerpo, que vio desnudo en brazos de un cuerpo que lo sorbía, todo. Su sexo abierto lo engullía en el mayor de los gozos. Un cosmos erótico absoluto lo que recorría. Nunca sintió tanto con a muñeca. Pero no era ella la acariciadora, la engullidora, no, se trataba de algo vivo y carnoso, sensual y pasional, una espléndida hembra desnuda surgida de la noche y de la nada. Un súcubo tal vez.

La música, ese sonido ordenado y matemático que emana de los llamados instrumentos musicales, bien lo sabía Saxolfeo, es una zona intermedia entre los diferenciado, lo material y la voluntad pura. La atracción de la muerte, según los órficos. El acordeón suena en la noche melancólico y quedo, como si su sonido ritmado y armoniosos se petrificara y formara en el aire colores miles y formas caprichosas, en ese aire de la oscuridad que los rodea a todos. La música toma cuerpo, no los abandona, se adelanta a todo el ámbito, a todo el espacio y recorre y envuelve todo el mundo. Era una noche cerrada, y tanto que ni las estrellas se veían allá a lo lejos, altas como son y están.

Pero ya no era sólo su acordeón el que sonaba. Oía una trompeta cercana y acode con su melodía, y un saxo, un piano entraba y salía del son. Se animó y vitalizó. Dejó de tocar el acordeón y tiró del saxo alegre, que enarboló díscolo, levantándose en lo oscuro y soplando, sacando sonidos armoniosos. De pie, su figura era la de un místico del jazz, la de un iluminado de la música total que llenaba el universo: la secreta armonía de las esferas. Se anula el tiempo mental, que es el único que tenemos a las horas de la verdad, y el espacio salta en pedazos cuando nos envuelve lo musical completo y absoluto, esas caricias que nos llegan al oído por el aire, tomando funciones corporales y la audición la función del tacto que acaricia y es acariciado.

Toda orquesta inmensa vaciándose en la noche. Sonaba en el alma, dentro de Saxolfeo. Sentía lo mismo que la primera vez que tocó en un tugurio con dos o tres músicos mediocres; pero elevado a una enésima potencia, a una nivel altísimo de goce y entusiasmo. No corría el tiempo para él, halló el paraíso aquel instante. Sintió, eso sí, como se le manchaba el pantalón en la zona de la bragueta. No eran orines.

Dejó el saxo y volvió a coger el acordeón para seguir en aquel tema que se cambiaba, que se modificaba como una enorme sinfonía, sin fin y sin un inicio conocido, como la creación del mundo. En algunos momentos se preguntó el origen de la música de acompañamiento, dónde encontrar los maravillosos músicos, pues la radio estaba apagada, y lo comprobó. Tal vez estaba volviéndose loco por la música y en lugar de escuchar palabras, voces dentro de su cabeza, oía melodías y sones. No le importó tan peliaguda cuestión y siguió con el acordeón el compás de un piano que venía de ahí mismo, de es trozo oscuro y aparte de la noche que le rodeaba por todas partes, Era genial. Sí, era una genio. Ni Juan Sebastián Bach lo haría mejor. Por supuesto Wagner era un enano mental a su lado. Ni sabía lo que pensaba. No merecía la pena que se comparase con los grandes maestros. Sería como hacerlo con una catedral frente a una hormiga.

A Agusa, calvo y con aire entre chulo y piobarojiano, lo vino a buscar una señora que portaba un bolso negro colgado del brazo. Entrada en carnes, con poderosas nalgas y caderas, que contoneaba graciosamente, dando que adivinar unas apetitosas curvas en su ya medio lejana juventud, que se encargaba de pronunciar con una rebeca ceñidita y blanca sobre una falda negra apretada. Fondona ya; pero en la edad de los cuarenta y tantos, cuando las mujeres se las saben todas. La cara, un tanto abotargada por las faenas, los niños y el marido, tenía aún una agradable figura, pese a todo, sus ojos eran negros y vivaces todavía. Poderosas ubres terminaban de definir a la naturaleza de la matrona joven. Era su señora. Sentado al pie del árbol, no pudo levantarse. La adivinó y se abrazó a ella como estaba, recostando su cabeza en el regazo. Tiró su bolso al suelo. Oyó su caída. La mujer le acarició el pelo como si fuese un chiquillo que se ha perdido y está recién encontrado. Asomaron lagrimones en la cara de magdalena arrepentida. No tenía motivos para hacerlo. Se levantó y la abrazó rudamente un buen rato. Luego la besó en los labios. Estaba impávida ante estas efusivas muestras de afecto desde hacía años, por el pasmo ante lo maravilloso. ¡Qué milagro puede hacer una separación por un tiempo en una pareja! En su interior, agradeció al adversario de su marido que le persiguiera de cuando en vez, según adivinaba que ocurría, claro que en síntesis provisional.

Le cogió las manos y se separó, tratando de verla, cosa imposible en la oscuridad total; pero las adivinaba perfectamente. Con una mano le acarició una mejilla, le limpió las lágrimas de emoción. Sintió pasos más allá. Eran sus dos hijos y Talita, su hija sordomuda, como se dijo. Les pidió que se acercaran y los abrazó y besó. Talita lloraba y lloraba en silencio.

Cuando se quiso dar cuenta era tarde. Se pasmó de lo que ocurría. No tenía explicación que estuviese su familia allí No era posible. Se rascó la barba y buscó la petaca con el frasco de ron, en el cinto colgada. Lo sacó y dio dos o tres tragos para entonarse en la práctica realidad, que resultaba lo más amado, con sus ojos ojerosos de alcohólico nominado. La praxis de la realidad, desde que nació a aquella fecha en que se encontraba, le decía que no era posible lo que ocurría aquella noche. Pero de nuevo se abrazó a su mujer, que le recordó la bebida, y de nuevo la besó con fruición en los labios carnosos. Permaneció abrazado un buen tiempo y después la soltó, hizo un corro con los tres hijos y, juntamente con su esposa, trató de abarcarlos a todos en un abrazo deseante. ¡Por fin estaba en el hogar!

El peluquero Telesforo entró en trance y expuso sus principios. Pues era un hombre de principios, no ese vicioso de Caricato. El padecimiento que le producían sus principios, o su choque con la cochambrosa vida que le rodeaba, le provocaba insomnios terribles.

La humanidad ha caminado gran trecho desde aquellas remotas edades durante las cuales el hombre vivía de los azares de la caza y no dejaba a sus hijos más herencia que un refugio bajo las peñas, pobres instrumentos de sílex y la naturaleza, contra la que tenían que luchar para seguir su mezquina existencia.

Telesforo se levantó y paseó un espacio de terreno en la noche, continuando su monólogo.

En ese confuso periodo de miles de años, el género humano acumuló inauditos tesoros. Roturó el suelo, desecó los pantanos, hizo trochas en os bosques por los que deambulaban las caravanas de bestias de carga, abrió los caminos, edificó, inventó, observó, pensó, creó instrumentos complicados, arrancó sus secretos a la naturaleza, domó el vapor; tanto que al nacer, el hijo del hombre civilizado encuentra hoy a su servicio un capital inmenso, acumulado por sus antecesores. Y ese capital le permite obtener riquezas que superan a los ensueños de los orientales.

Donde el hombre quiere duplicar, triplicar, centuplicar sus productos, forma el suelo, da a cada planta los cuidados que requiere, y obtiene prodigiosas cosechas. Y mientras que el cazador tenía que apoderarse en otro tiempo de cien kilómetros cuadrados para encontrar allí el alimento de su familia, el hombre civilizado hace crecer con menos fatiga y más seguridad, en una diez milésima parte de es e espacio, todo lo que necesita para que vivan los suyos. Cuando falta sol, el hombre lo reemplaza por el calor artificial, hasta que logre producir también luz que active los vegetales. Con vidrios y tubos conductores de agua caliente, cosecha en un espacio dado diez veces más productos que antes conseguía.

Entonces, ¿qué derecho asiste a nadie para apropiarse la menor partícula de ese inmenso todo y decir: “Esto es mío y no vuestro?” No inclinarse ante ninguna autoridad, por más respetada que sea; no aceptar ningún principio que no haya sido establecido por la razón.

Vagas ideas en el silencio y en lo oscuro. Telesforo cavila en el gozo: Aceptar su realidad era hacer frente a lo inesperado sin que lo destruyera, porque todo hombre que no acepta las condiciones de su vida vende su alma. En eso estaba. En eso estaba, e identificaba su vida entera con la de todos, con la distribución de los bienes por necesidades, la solidaridad. En un atroz tiempo donde el cinismo lo ocupaba todo, desde el trono de los reyes a la cueva del mendigo; el cinismo y la insolidaridad eran las normas corrientes, lo moderno, lo aceptado. En consecuencia había que negarlo rotundamente, rechazar ese atroz cinismo, que es el alma de los estúpidos. Telesforo presentaba una exaltación del amor total contra el orden establecido, y eso lo resumía y era la guía en sus pensamientos desmañados, aparentemente. Todo, en esto, era poco. Amor contra lo establecido era su lema.

Verdaderamente la huida no ha llevado a nadie a ningún sitio, salvo el que cada uno de los huidos encuentra. Estaba claro. Sus ideas no le daban miedo, pues en el momento que las ideas dan miedo estamos en plena decadencia. Estaba en lo más esplendoroso de su pensamiento intrépido, sin inhibiciones ni miedos. Cierto que no le aterraba ni la conclusión de cuando no cuenta uno en el mundo, encuentra un lugar en otro. Pues entendía que es siempre maravilloso hacer cosas nuevas.

Estas y otras divagaciones hacía Telesforo en el sueño oscuro de la noche, con los ojos bien abiertos, pues nada se pierde en el vacío; sólo se cambia, y era la guía que llevaba a universos mentales profundos.

Como el placer puro jamás se gusta, nuestros héroes no disfrutaron mucho en la complacencia, de los sucesos últimos, que llenaban todas sus aspiraciones.

El azafranado velo de la aurora se esparcía por toda la tierra, y el sol, abandonando la hermosa y líquida llanura, se iniciaba en remontar el cielo broncíneo para llevar luz a los mortales que habitan la fértil tierra, y en iluminar lo inmortal y permutable de la materia.

En cuanto apareció el más fino hilo de claridad, todo cesó. Caricato yacía encima de una muñeca hinchable, desnudo y dormido, chupándose un dedo. Saxolfeo, sentado en una piedra, daba dengues con la cabeza, las manos en el acordeón que no sonaba, pues carecía de fuerzas para menearlo. De los tres, sólo Telesforo permanecía con los ojos abiertos, fijos en las primeras señales de luces solares que reverberaban en el horizonte de la negrura que se difuminaba por ensalmo. Se sepa o no, todos tienen una moral, todos tienen una metafísica. Tenía Telesforo una muy sencilla: no hacer a nadie ni bien ni mal. Y desvió la mirada del horizonte, donde se perdía en ese pensamiento, hacia Caricato yacente en brazos del amor, tras una noche orgiástica. Agusa, padre de familia lloraba de emoción hogareña, de desencanto. Ahora comprendía un poco más por qué Lucifer amaba las tinieblas, lo que tienen de magia y de goce, lo que es la negrura y la noche. Por eso en todas las culturas ha tenido adoradores, seguidores, gentes que perdían la cabeza por todo eso.

Cuando tomaron conciencia, bien alto el sol, cuando se organizaron y avergonzaron de todo lo ocurrido en lo oscuro, se dieron cuenta de que los negros habían desaparecido, o se habían ido, habían huido, o, en el peor de los casos, los había exterminado sin dejar rastro, como de costumbre suele hacer. Temblaron ante la última consideración y los cuatro se dispusieron a continuar la retirada tras entrever, el día antes, el peligro, que les seguía, o quizás les tenía rodeados. El estupor y la torpeza hacía mella en ellos.

Recuperar el dinamismo, la energía que da un cuerpo en la tensión de la fuga. Imaginar la tortura que supone caer en sus garras, que eso sea estímulo suficiente para no parar de evadirse, afufarse y pirarse por todo camino expedito, por toda salida y toda trocha, incluso mental, o genital, sino que se lo pregunten a Caricato. Afirmarse en el ser. Tanto da lo de cogito ergo sum como lo coito ergo sum. Lo importante es mantener el tipo, como sea, es la guerra. En tiempos de paz y sosiego lo restauraremos todo.

Hacia el sol, lo importante era caminar hacia el sol, allá a lo lejos, donde les pareció ver un globo que se elevaba en aquel amanecer, como un pequeño febo fugado y apagado. Cuando se está en peligro es fácil olvidarse de ello, si son muchos los días y la tensión. Y lo eran.

Lo más terrible era no tener guía, sólo el sol levantado ya en lontananza. Agusa, angustiado por el temor de olvidar volver a casa, lloraba mientras caminaba.

Iban campo a través, sorteando obstáculos varios. Tuvieron que meterse en un inmenso sembrado de alfalfa. Era de regadío, porque cada cierto trecho hallaban los tubos del riego por aspersión. Pero no veían a nadie. Sospecharon que cerca existiría alguna casa habitada donde podrían comer algo, beber algún sorbo de agua, saber por donde se andaban. Corrían el peligro de que se sospechara de ellos. De que las autoridades demandaran explicaciones de su situación, pese a existir libertad de circulación y vagabundeo. No tenían una pinta muy normal, y eso estaba permitido sólo en apariencia.

La tortura, temer a la tortura y a sus consecuencias era el martilleante de sus mentes. ¿Y quién no teme a la tortura? Sólo los masoquistas, desde que se inventó ese gusto, no la temen. Si no fuese por la tortura no les daría tanto pánico caer en manos de ellos; sino de buenas ganas se les entregarían.

Caricato dedujo que el río no debía de andar lejos, por la razón del regadío. Cuando cruzaron lo sembrado de alfalfa, trataron de localizar el conducto que les indicara por donde llegaba el caudal de agua; pero no dieron con él. No se desmoralizaron, y eso que la sed era mucha. Atravesaron un barbecho y un melonar. Se apoderaron de algunos melones que comieron calmándose en sus perentorias necesidades.

Traspasada una suave loma se les descubrió una hilera de chopos que bordeaban un canal de agua limpia. sin pensárselo bebieron y se lavaron. Al levantar la vista, en la otra parte de la chopera, había unas construcciones, una casa y un cercado blancos, naves. Fueron allá. Al acercarse oyeron ladridos. Eran varios perros de la propiedad campestre. Tomaron un camino que conducía a la vivienda. Llegaron a la entrada, que prohibía el paso a toda persona ajena a la heredad. Fueron tan tozudos, tan deseosos de calor humano y de techo, que hicieron caso omiso, olvidando toda precaución para protegerse de la amenaza que, en todo momento se cernía sobre ellos. A pocos metros de entrar en el cercado recinto de la propiedad privada, apareció la jauría de canes que ladraba y corría hacia ellos. Quedaron desconcertados y paralizados.

Caricato fue el primero en reaccionar. Corrió hacia el canal, tirando de los otros. Pero los perros estaban muy cerca ya. Así que salieron hasta la cancela que cerraba y trataron de candarla. Tiraron de una y otra partes, que se atoraba por el barro en la parte baja. Por fin pudieron moverlas y juntarlas, antes de que el primer perro diese la primera dentellada sobre la mano de Saxolfeo al tirar, desde fuera, del cerrojo. Se habían librado de la jauría.

Al rato apareció, saliendo de la casa, un hombre en camisa blanca y chaleco, con gorra de pana, y que enarbolaba valiente una escopeta de caza, con dos cañones. Venía apresurado hacia ellos y hasta los perros que, tras las verja de entrada, ladraban como condenados, según se suele decir.

A grandes zancadas, con la cara contraída por el enfado, de piel cetrina, el de la escopeta llegó a una prudente distancia y mandó callar los perros, y que se fueran para atrás. Luego se les encaró. También se habían apartado a una distancia de la verja. Que qué hacían allí, nombres, apellidos, procedencias, que les había visto pisando la alfalfa. Todo lo preguntó el de la gorra de pana. Mientras lo hizo no dejaba de apuntarles con la escopeta. Que se habían perdido al caer su coche por un terraplén de la carretera y quedar inservible. Habían caminado hasta allí, en la oscuridad, y que no sabían donde estaban. Tenían hambre, sueño y sed. Que muy bien, dijo; pero no les creía, pues lo lógico sería que hubiesen subido a la carretera y allí podían haber solicitado la ayuda de cualquier automovilista. Era lo más fácil. Que con el aturdimiento no cayeron en la cuenta de hacerlo; pero ahora que lo decía el de la escopeta hubiese sido lo mejor, lo mejor y más seguro para contar con ayuda, y no haber ido a parar allí, ante el cañón de su escopeta y sus perros. Sentían complejos de conejos de caza, o perdices de un coto. Que eso le traía al fresco. Insistieron en que, al menos, les orientase, diciéndoles donde estaban y les pasase algo de pan, con otra pitanza y agua, a fin de no desfallecer de inanición o de flaqueza por la caminata. El de los perros se fue haciéndose menos duro y dándoles a entender que les daría algo de comer y de beber si pasaba dentro de la casa; pero tenían que estar en orden. Que esperaran allí, ya que antes debería recluir a los perros. Bajó el arma, más calmado y solidario, Llamó a los canes que se fueron, mohínos, tras él. Los recluyó en uno de los tinaones que rodeaban el edificio principal. Cerrando la puerta, desde fuera, con maña y eficacia. Sólo quedó libre una graciosa perrilla lanuda, de raza indefinible. Luego vino a la verja y la abrió, haciendo un gesto para que pasaran, muy propio de ciertos campesinos tímidos, para mostrar su ruda amistad. Preguntó si alguno estaba herido y que lo curaría. Que su mujer estaba en casa y que su hijo había ido al pueblo cercano a comprar, pues era día de mercado, algunas cosas que necesitaban, que cuando viniera los acercaría con el coche a la población para que pudieran ayudarles las autoridades.

Al llegar a algunos metros, salió d la casa una señora de pelo grisáceo, de rostro enrojecido por la salud campestre, sonriente y un tanto timorata. Los saludó e invitó a entraran. Miraron al esposo que les hizo un gesto afirmativo con la escopeta que sostenía una de las manos. Así que pasaron al interior de la casa en la mayor y mejor de las confianzas.

Como era la hora de mediodía, en la que se acostumbraba comer por aquellos pagos, se sentaron todos a la mesa de un salón amplio. Las viandas fueron traídas por el matrimonio, mientras ellos bebían para saciar la sed que tanto les asediaba.

Comidos y bebidos, relataron otra vez sus peripecias a la pareja de campesinos, al calor humano del hogar y de la acogida. Como el hijo tardaba en venir, el de la escopeta se fue a sus tareas con los animales y ella se perdió en sus enredos de labores caseras, dejándolos solos en aquel comedor inmenso, en aquel salón sobre el que pivotaba la vida de la casa toda.

Resultaba que apenas habían dormido por la noche, aunque habían soñado, y cayeron en ese sopor sestero de después de las comidas opíparas. Repantingados todos, bajaron los párpados y se entregaron al sueño, sin más inquietud, en la calma y el sosiego más absoluto. Sólo Caricato se acercó a la mesa y extendió el cuaderno de notas para, con la comodidad que no había tenido a lo largo de los días, anotar y repasar lo escrito hasta entonces y registrar lo ocurrido en el último tiempo.

Inició su repaso de notas por el primer día de la retirada, en donde traba de explicar motivos y medios, sin conseguirlo por lo peliagudo del logro. En este sentido se tiene que recordar que Caricato tendía a malformar o parodiar lo que sus sentidos percibían como el transcurso de los hechos, recurriendo a la imitación de estilos de diversos autores, entre los que no se menospreciaba a los grandes; pero teniéndose especial cuidado del modelo de os modestillos escritores de noveluchas al uso y de diversos géneros, especialmente del futbolero: esas magníficas obrillas que corrían de mano en mano entre los aficionados a ese noble juego y que, entre semanas, llenaban sus donosas cabezotas con el relato veraz de un partido de fútbol. Una auténtica delicia literaria, digna de encomio y de estilo bizarro, sencillo, con un lenguaje llano que Caricato admiraba, parodiándolo, en el que se narraba la peripecia de la última franca retirada de su grupo. Debía hacerlo así para gloria de todos y para que constara en acta. Ni aun en la boca de la muerte se puede renunciar a contarlo. Caricato se entusiasmaba en su cuaderno, escribía y escribía todos los pormenores de lo acaecido, fiel cronista. Una labor tan obsesa, tan delicada y con tanta entrega como cuando insuflaba aire en su muñeca hinchable. El éxtasis a que llegaba con esa ninfa de plástico y el noble arte de la redacción de la peripecia eran uno y lo mismo. No en valde había imaginado al bolígrafo, con el que puntualmente derramaba en hileras de escritura, como un falo que eyacula sobre la límpida y acogedora entrepierna del cuaderno, de par en par abierto, y que la recibía fecundo para dar los hijos del relato, o el relato como hijo, que estaría mejor y más bien dicho. Esta simbología le excitaba tanto que era su disloque y su base, el asiento de su vocación de escriturario de sucesos. Leía el cuaderno con parsimonia, no le interesaba tanto lo que contaba, el contenido de lo sucedido, como el tipo de caligrafía, que aunque siempre la suya, variaba de una a otra vez: tan varia como las diversas formas de hacer el amor. Ora era una escritura pequeña, menuda, saltarina, y juguetona, ora grande y hermosa, grandilocuente y redicha. Pero siempre le encantaba y se podía leer en ella no sólo lo que normalmente se lee en todos los escritos, sino otras cosas que los grafólogos sabían bien. Sus estados de ánimo, sus aspiraciones, sus miedos, sus enfados, sus gozos. Todo era expresado en lo escrito por ese falo que corría por las líneas del blanco papel, polucionando los entresijos de tinta engendradora, que daba vástagos para el futuro, el recuerdo, que daban constancia de él, que afirmaban su continuidad en la historia y en la naturaleza de una forma rotunda. De todo esto deducía que las mujeres no podían dedicarse al arte de la escritura, y la historia demostraba que las que lo habían hecho se habían amachotado o eran estériles en sus realizaciones, como si hicieran el amor con un falo prestado o protésico, un consolador, en fin, para que no se murieran de pena por no tener en sus propios cuerpos lo que hay que tener. Era esta una donosa exposición que apuntaba la teoría del complejo de castración en las damas y señoritas, según han expuesto y exponen los más empingorotados y marisabidillos expertos en el asunto de las sicologías de uno y otro sexo.

Leía y admiraba su obra. Pasaba páginas del cuaderno, mientras sesteaba el resto del cuarteto de fugitivos. La letra de los últimos días era esquinada y sorpresiva, alterada y deforme. No producto de escribir en la ruta, no. Resultaba una premonición de que se cernía sobre ellos lo peor, que estaba cerca, a punto de destruirles si no se espabilaban. Pasó a la parte final y fijó la vista autocomplaciente para retomar el hilo del relato. Sentado en una silla, se reclinó sobre las patas traseras, mientras leía. Su sorpresa fue tan grande que perdió el equilibrio y se cayó, sentado, de espaldas, dando un golpetazo contra el suelo, que no despertó ni alarmó a nadie; pero que le proporcionó un buen testarazo en la coronilla contra las losas de la habitación. Rascándose con el más hondo dolor, mientras guiñaba un ojo, cosa que suelen hacer los que se lesionan de esta manera por medio de un topetazo.

Recuperado del susto y aminorado el dolor, volvió al cuaderno que yacía abierto sobre la mesa. Atento repasó aquella última escritura. Efectivamente: ¡No era su letra! ¡Aquello no había sido escrito por él! Alguien había trazado toda una hoja con una letra bien distinta, y con bolígrafo diferente que hasta el color de la tinta cambiaba. Después del susto, el golpe, la caída, la verificación minuciosa, vinieron los celos, los terribles y furibundos celos de un Caricato burlado en su narración. Volvió a mirar atento aquella página, aquella letra fruto del entendimiento amoroso que lo traicionaba, pasó páginas atrás para ver su huella, su fidelidad absoluta y pura. ¿Quién podría ser? Jamás el cuaderno había pasado a manos de nadie, siempre estuvo con él. Sólo la noche anterior, en lo oscuro, alguno pudo escribir, mientras el folgaba en lo oscuro. Pero si alguien hubiese sido, viene el dilema de explicar si era posible escribir a oscuras, cosa que, según se sabe, es arriesgada e imposible. Cada amor necesita sus técnicas y sus artes, sus condiciones y sus circunstancias e instrumentos.

Sabía que era difícil que alguno de sus colegas lo hubiese hecho. Pasó la mano temerosa por la hoja escrita para palpar el fruto del adulterio. Pero no hay que ser indulgentes, pues la carne es débil y engañarla cualquiera puede. Agusa estaba en cuarentena, y eso, en esposo de costumbres, es duro de roer. Saxolfeo le había dado muestras de su rijosidad con la flauta y el bamboleo cadencioso del acordeón. De ese Telesforo que le recriminaba su amor por ella, por su mujer de plástico, había poco que fiarse. Bien quisiera beneficiársela. Pero procedía ver lo escrito por el adúltero diferente:

“Nuestros caros y desesperados fugitivos:

“Ni os extrañéis y arméis la zapatiesta por el recibo de estas tardías notas explicativas de la manera más insólita. Siempre será para vuestro bien y el de nuestra causa.

“Por supuesto que el mero hecho de que podáis leer este escrito hace suponer que estáis bien y con los ojos abiertos, y, pues es así, gozáis de vida, Nos holgamos en ello. Jamás pase por nuestra imaginación que olvidemos vuestro cuidado y dirección.

“Precisamente de guía se trata. Estáis en zona semiprotegida. Lo que no quiere decir que bajéis la guardia y vigilancia, ya que cuando se está en abierta retirada se puede caer en desbandada, que es donde el enemigo se ceba y hace sus víctimas más fáciles y atroces. El descanso en la alerta sólo puede cesar en caso de decidirlo todos, o que las claras circunstancias así lo aconsejen, con tal nitidez que hasta el más lerdo caiga en esa cuenta.

“Mirad: A unos cien kilómetros de donde ahora estáis, existe una pequeña ciudad que es bisagra entre tres comarcas naturales. Se os espera. Al llegar allí no preguntéis nada a nadie, evitad que os pregunten también, comportándoos con naturalidad y normalidad, ojo avizor como un águila. Buscad así u palacete de estilo modernista, y llamad, que se os abrirá, a la puerta principal.

“Para vuestra mejor orientación os diremos que caminéis, como siempre han ido los héroes, en dirección a la salida del sol. Cuando dejéis esta granja, tomaréis un camino que bordea el río. Llegados a un puente, seguiréis la carretera de la derecha el puente está a la izquierda , eludiendo entrar en la población que tendréis cercana. Esa carretera os llevará a la ciudad, desde la que os mandamos esto.

“Por lo demás quede decir que pasados unos minutos esta escritura se borrará del cuaderno sin dejar rastro, volviendo la página a su virginidad primigenia, habiendo concebido, así, inmaculada. Que nada tema en ese sentido Caricato. A su debido tiempo daremos satisfacciones. Pero ya se sabe, en la guerra los hechos son los hechos, incomprensibles, absurdos e ilógicos las más de las veces. En el amor todo está permitido, y en la huida también: incluso escribir en el cuaderno fiel de otro, y con el bolígrafo propio. EL MITRA LA CAÑON”.

Rápido despertó a los otros. Leyeron el texto y se miraron. Salieron fuera y sólo estaba el perrillo que el de la gorra de pana dejó libre. En una especie de garaje vieron un auto. Agusa fue hacia él, y, sentado al volante, hizo señas para que se acercaran. Lo hicieron y, como la llave de contacto estaba puesta, arrancó el coche. Se dirigió a la cancela de salida. Miraron a todas partes y no vieron a nadie. Telesforo bajo para abrir la verja. Cuando estuvieron fuera del recinto, cerró y echó el cerrojo.

Velozmente tomaron el camino que, en efecto, bordeaba el río. Al cuarto de hora se hallaban ante el puente de entrada al pueblo. Alguno se preguntó si tendrían combustible para llegar a cien kilómetros. Agusa prefirió comprobarlo entrando en la población. Pasaron el puente y, al salir de él, a la derecha antes de entrar entre las casa, vieron una gasolinera.

Paró bruscamente antes de acercarse. Podía ser una trampa. En el mensaje se les especificó claramente tomar la carretera de la derecha. Tras planteárselo con el pero de los temores, decidieron aprovisionarse antes que todo. Caricato y Telesforo bajaron del auto y se dirigieron a pie a la gasolinera. Entraron en un bar cercano y pidieron algo de beber y unos bocadillos. Hecho esto, Agusa y Saxolfeo se acercaron con el automóvil. Que se lo llenaran, y así se hizo. Dieron la vuelta, y cuando lo tenían enfilado de nuevo hacia el puente, Caricato y Telesforo subieron a él corriendo, y Agusa aceleró raudo en dirección de aquel palacete en la ciudad a cien kilómetros. Lo que les deparaba aquella ruta era desconocido, pero estaban con una relativa tranquilidad.

No querían llegar de noche. Pero iba a ser casi inevitable por la hora que era. Agusa pisó a fondo el acelerador y el auto cogía una alta velocidad en aquella carretera en buen estado. Menos mal que todo no estaba tan fatal.

Caricato iba triste por lo del cuaderno. Todos lo comprendían y trataban de respetar su dolor. No todos los cornudos tiene que estar contentos.

En el crepúsculo divisaron las luces de algo que parecía una gran población. Llevaban más de la distancia que se les había indicado para llegar. La ciudad estaría en una cota más elevada que por donde discurría todavía la carretera. Como el río quedaba justo a sus espaldas, dedujeron que estaría en uno de los extremos del valle, y que habían cruzado éste de parte a parte.

Comieron los bocadillos y a hacer sus necesidades. Poco tiempo, aunque no tenían prisas, la noche los había cogido de nuevo.

Ya estaban, a los veinte minutos, transitando por una de las grandes y amplias avenidas de aquel sitio, de aquella ciudad que ninguno de ellos conocía. Miraron un plano turístico instalado en una de las calles. No era grande y resultaba bien proporcionada. En la guía de monumentos que acompañaba al plano trataron de encontrar un palacete modernista. Efectivamente, el callejero les señaló uno situado en pleno corazón.

No decididos por el cúmulo de casualidades e inconvenientes fueron allí, preguntando varias veces. Aparcaron el coche, cerca del palacete, y se dirigieron, a pie, a la puerta de entrada.

Era ya hora poco prudente para presentarse en casa de cualquiera. Armados de valor traspasaron la entrada del jardín, subieron la escalinata que les llevó hasta la puerta y llamaron al timbre. Tras una breve espera la puerta se abrió.

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