II AFANASOL Y SU CATERVA FUGADOS POR LOS AIRES

¡Cuánta astucia supone la fuga genial !
JOSÉ ORTEGA Y GASSET

Pelandrusco arrugó la jeta, sin convencimiento, hacia el artefacto volátil que el sabio Afanasol apañaba para casos de emergencia.
Un inmenso globo surgía a las espaldas de la casa de campo, no muy alejada del pueblo. Eran tiempos apocalípticos y convenía que cada uno, o en grupo de amigos, se fabricaran arcas de salvación. Un repentino diluvio podía diluir todo lo viviente y se precisaban soluciones individuales. Los más avispados eran los que tenían que darse cuenta de todo aquello y prevenir su salvación en una noeica arca, como correspondía a sus inteligencias preclaras. Pelandrusco, haciendo ascos de las palabras de Zarrampla, se fue mohino hacia el pueblo. Era la hora de comer. Encendió un cigarrillo y paseó un rato la vista por la sierra. Luego, con paso lento, salió al camino. Escupió al suelo, miró a la casa, meneó la cabeza y se dispuso a irse a la suya.

Afanasol daba los últimos toques. Sólo faltaba pintar de azul claro la barquilla, para despistar. Era comprensible. Un magnífico aparato. No habría que preocuparse. Todo estaba solucionado para los miembros de su grupo. Bien es cierto, cambiando de tema, que hacía una infinitud de tiempo que no se veía a El Mitra. Era raro. Zarrampla entró en la casa para dar los últimos toques a la comida. Era cuestión de gusto. La gastronomía siempre le gustó. Hacía buenos mejunjes, todos ellos comestibles.

Baruch comía temprano siempre. Desde sus costumbres de joven. Bueno, no era tan viejo. Aquel día salió del pueblo para ver los últimos avances de Afanasol en la construcción del globo. Los últimos retoques. No era viejo, pero gustaba de usar bastón, un viejo bastón de un tío suyo que siempre había visto por su casa, al bastón. A lo lejos del camino parecía venir Pelandrusco. Le pidió un cigarrillo al llegar a su altura. Lo encendió. Entonces fue cuando, al volverse, lo vio venir desde el pueblo. Los dos salieron corriendo hacia la casa de campo. Era lo mejor en aquellos casos. Detrás venía Golimbrón, con un saco a las espaldas, a todo correr. Al llegar a ellos eceleraron el paso hacia la casa de Afanasol. Era cuestión vital. Él tomaba en aquellos momentos el pueblo. Todo estaba consumado y la solución no podría ser otra. Pelandrusco se recomió sus desdenes hacia el aparato volador, contruido por Afanasol, y lo alabó. Destacó su maniobrabilidad, su manejo fácil, su leve vuelo, su rapidez, para que, al menos, en la ficción, fuese cierto que el arca de salvación estaba lista para redimir del diluvio, que avanzaba a sus espaldas. Era mejor creer todo aquello así, aunque fuese un producto de un magín calenturiento.

Saber el manejo y funcionamiento de un aparato como un globo es algo que compete a Afanasol, y sólo a él. Por lo demás, Zarrampla no tiene ni idea de tales trastos. Menos Pelandrusco, el escéptico individualista, o Baruch y Golimbrón. Así que sería cuestión de cuidar por la salud de Afanasol para conservar la integridad de todos los demás. Fue providencial, como todo lo que ocurre en este mundo, que todos se hallaran a refugio en la casa de Afanasol, en el momento que él tomaba el pueblo, en una operación relámpago. Fue algo de pura chiripa. Como siempre ocurría en esta vida. Los sucesos diarios son pura casualidad, puros aconteceres fatúmicos, como se dice que creían los griegos. Las primeras gotas del anunciado diluvio llovían ya en sus mentes, en sus cuerpos, en casi toda su tierra. La salvación estaba en el aire, no en las ondas herzianas, sino en el espacio aéreo que bordeaba el globo terráqueo. Afanasol tenía una amplia melena de ondulado pelo. Barba valleinclanesca y pinta de desgraciado, como todo hombre inteligente. Había estudiado física y química; pero sin atenerse a ningún tipo de academicismo o centro oficial de formación en tales materias. Habíase empapado bien en lo concerniente a la navegación aérea. Su formación era completísima. Como la de todo concienzudo autodidacta. No había nada que temer. Así que cogieron los instrumentos y los enseres más necesarios y dispuso el globo para su momentánea elevación, para una ruta que, pensaba, sería larga, larga y arriesgada. Entraron todos en la amplia barquilla. Se pusieron temerosos, azorados. El único que conservaba la sangre fría y su tranquilidad habitual, al menos de momento, era Afanasol. Sabio, prudente, práctico, servicial.

El globo se elevó alegremente sobre la casa. Abajo iba quedando el verde campo, los árboles, el pueblo tomado por el enemigo ya. Afanasol no olvidó meter en su barquilla de salvación a su perra inteligente. Le faltaban pocos días para que pariera y hubiese sido terrible que cayera en manos extrañas. Pelandrusco tuvo un ligero devaneo en sus esfínteres al despegar y ver, desde lo alto, la maravillosa panorámica que se extendía alrededor de ellos. Afanasol estabilizó el globo a unos cien metros del suelo. Aunque luego lo fue elevando más, poco a poco, aprovechando corrientes de aire. Puso dirección hacia el norte, siguiendo instrucciones de El Mitra y de aquella gilipuertas paralítica llamada La Cañon.

Baruch experimentaba una extraña sensación de gozo, al ir montado en tal artefacto. Era una impresión de apocalipsis y al mismo tiempo éxtasis venturosa. Todo ello mezclado con premoniciones pesimistas acerca del futuro, de su futuro. Algunas personas, allá abajo, saludaban, aldeanamente, el paso del globo. Bien lanzando gorras al aire, bien silbando y dando grandes alaridos, no se sabe si de rabia o de gozo eufórico. Algunos daban hasta cortes de mangas. Al principio todos permanecían expectantes a las gesticulaciones de la gente. Luego lo olvidaron e incluso llegaron a hastiarse de todo aquello. No había nada que temer. Absolutamente nada. El enemigo no sabía volar. Ni sabía ni podía. Tampoco podría pagar gente mercenaria para que los cogieran, o poner precios a sus cabezas. Era absurdo pensar que, una vez en el aire, el enemigo les echara el guante. Ni siquiera lo pensaban. A pesar de ello, Pelandrusco tenía serias dudas. Él se tenía por un gran desconfiado, como hay que ser. Se elevaron más. A lo lejos veía arrastrarse una larga carretera. Montañas, más allá. Algunas con las cumbres punteadas de nieve. Todo parecía en maqueta. Casitas desperdigadas. A veces se acumulaban y formaban aldeas, caseríos, pueblos y ciudades. Una preciosidad todo aquello, una verdadera maravilla de la naturaleza humana. Bosques impenetrables subían por las laderas del monte, colinas y prominencias extensas del terreno. Nunca le había gustado la geografía. Menos en estas extenuantes circunstancias. Afanasol puso, como si dijéramos, el timón fijo al globo y se encendió un pitillo. Cansado, se sentó en unos bártulos que estaban en el fondo de la barquilla. Era una obra artesana hecha de mimbres, fuertemente enlazados. Golimbrón, aficionado a la fotografía, siempre llevaba su cámara fotográfica con él. Lo mejor. Lanzó varias tomas de la panorámica. Revelarlas era ya más peliagudo.

Ya casi anochecía cuando Afanasol propuso descender para pernoctar y abastecerse del agua, que necesitaban. Asimismo tenía que hacer varias reparaciones al aparato. También necesitaban combustible para calentar el aire que hacía subir al globo. Aprovecharían la noche, sabiendo que el enemigo no realiza ataques durante la retirada del sol de la faz terrestre. Afanasol realizó la maniobra con pericia y cuando los rubios cabellos, ¡rubios cabellos!, del sol desaparecían del ámbito terráqueo, al menos por la mitad de la tierra que a ellos correspondía, el aparato se posó levemente en una anchurosa y verde campiña. A lo lejos se vieron luces de lugar habitado. También a la derecha otearon luminosidad de lugar habitado. También a la derecha se veían relumbrones de neón, no muy lejanos. Afanasol, en palabras breves, dio concisas instrucciones, claras explicaciones. Baruch y Pelandrusco irían a por el agua y la traerían mediante un vehículo o lo que fuera, hasta la barquilla. Golimbrón y él (Afanasol) se ocuparían con hacerse con el combustible, vital para seguir huyendo. Esto, observado por Afanasol, asustó, responsablemente, a todos los componentes del grupo. Zarrampla y la perra vigilarían. Por si imprevistos aconteceres decidían acercarse al artefacto para hacerle cualquier daño. Dadas las últimas instrucciones cada uno se fue a lo suyo. Dentro de una hora esperaban encontrarse allí para dormir hasta poco antes del amanecer, a fin de que no les hiciesen un imprevisto ataque. Golimbrón puso el flash lumínico en su cámara fotográfica.

Afanasol y el fotógrafo se dirigieron a las neónicas iluminaciones que venían de la derecha. Los demás se fueron, al otro lado, hacia unas casas que se adivinaban entre unos árboles. El terreno parecía ser un prado para ganado. Nuevos miedos asolaron ideas de algunos miembros con terrores. ¿Y si aquel lugar fuese donde pastaban los toros bravos que por aquellas tierras existen? Era rizar el rizo del pánico y de la incomodidad. Lo malo estaba en que ni siquiera traían una capa para poder defenderse a capotazos entretenidos. Además, a pesar de la prolífica especialización de cada uno de ellos, a ninguno se le había ocurrido hacerse ducho en el arte de la lidia, entreteniendo al toro.

Lo malo, lo nefasto y perverso de los héroes es que cuando no tienen guerras ni hazañas por realizar, se las inventan. Eso es lo que desprestigia un tanto el brillo heoico en el firmamento. Todo se promociona hoy. Especialmente en una época dominada por el criterio del éxito: la mejor manera de asegurarse el éxito de héroe consiste, naturalmente, en no tocar problemas serios. Todo se promociona, decimos, menos el héroe. Incluso los literatos, los escritores, sobre todo los admirados de allende el mar, bobaliconamente, por la crítica, o que anidan tras la cordillera fronteriza. Pretenden eliminar héroes por no comprenderlos, porque los sobrepasan, no les llegan a sus alturas y decretan su inexistencia. ¡Vaya falacia! Los miembros, que estáis huyendo de la acosadora acción de enemigo, sois todos héroes, bravos héroes. Poco nos importa ir contracorriente. Poco importa también que no estemos promocionados por la prensa, en radio o en la, al parecer pura apariencia, todopoderosa televisión. No estamos promocionados tampoco en los grandes paneles de los estadios de fútbol y demás juegos de masas, ni en los de las vías urbanas. Y no debe de ser porque no somos rentables. No señor. Debe ser por oscuros intereses que enrojecería confesar. Hoy en día todo es escrupulosamente manipulado. Cada pieza su función. Es un maldito juego de ajedrez que juegan dos locos demiurgos. Enroque, te como el peón, me comes la reina, ponga aquí el caballo, jaque. En fin, que mientras tanto suena una ensordecedora música de fondo que hace jugar locamente a los dos jugadores...

Afanasol se dio cuenta que aquello era una bendición. En realidad era una distribuidora de combustible al usuario. Pero en este caso bendición y aquello eran lo mismo. No existían los contenidos semánticos diferenciadores. Aquí la circunstancia marcaba la pauta de todos los contenidos significativos. Por eso se dijo: “mis circunstancias valen más que yo”. Terrible destino preprogramado.

Se acercaron, sigilosamente, por la parte de atrás. Afanasol montó su rifle repetidor, dando su pistola a Golimbrón. Por sitios diferentes, entraron donde el empleado descansaba, tumbado en una hamaca, casi dormido. Conminado a poner las manos en los pies, lo registraron. Lo obligaron a coger una carretilla y a cargar dos pequeños bidones de combustible y algunas latas. Desguajaron el cable del teléfono. Precisión, eficacia, precaución. Le aplicaron en las narices un pañuelo humedecido en un líquido de producción en los talleres Afanasol. Dormido el mozo, cogieron la carretilla y, tras dejar una escueta nota, se fueron hacia el globo. Afanasol desmontó su rifle metiéndolo en su caja de herramientas, y la pistola. Era casi un autárquico. Capaz de todo. Buen manitas. Como pudieron hicieron andar la carretilla por aquel mal terreno. Pasaron innumerables fatigas. Todos los trabajos eran pocos para llevar aquello. Su salvación, momentánea salvación. Nunca le había gustado la delincuencia; pero no eran momentos de ética. Además está claro que la delincuencia existe por motivos ajenos a su propia voluntad. Dejando la demagogia fácil, Golimbrón pensó comer, nada más llegar, un apetitoso pastel que guardó con vistas a un enorme esfuerzo como era el que realizaba en aquellos momentos. Hercúleo trabajo, posiblemente sin remuneración ni doncella. Triste es el destino de los héroes hoy en día. Triste es el destino de lo que no se promociona. El dueño de este mundo es, según parece, y para común asombro, el comercio y sus buhoneros. Y no es que el comercio mueva a la humanidad, sino que hace que la humanidad se mueva por el comercio. Falacia, pura falacia, pero un tornillo sería siempre un tornillo y un programador, programaría. En eso todos están de acuerdo.

Como durante el día estaban en el aire, había un problema insoluble y que a Afanasol traía verdaderamente loco. El problema de cagar o mear en pleno vuelo, ya que temían acercarse demasiado al suelo y ser atacados por el enemigo. Hubiera sido un fallo fatal para todos. Menos mal que en el día pasado no se le había ocurrido a nadie hacer sus necesidades. Pero eso no hacía presuponer que a alguien no se le ocurriera y Afanasol estaba preocupado por ello. Por dar una solución al problema. Así que se le ocurrió practicar una pequeña abertura en uno de los laterales de la barquilla que era cerrado por una trampilla, hecha expresamente para ello. Así, Afanasol, solucionó el, al parecer, insoluble dilema de como orinar y defecar en las circunstancias en las que ellos se hallaban para bien de la humanidad y de todo en general. Aquello era una muestra más del ingenio de la técnica, de la ínclita ciencia aplicada un gran logro. Digno de la admiración del género humano. Sí señor. Pero, ¿qué podía hacer perseguido por el enemigo, tan inmisericorde a él? Aquí no vale eso de: si no puedes con el enemigo, pásate a él. No podrías hacerlo por más que quisieras. Totalmente desechada la idea, suicida. No procedía ejecutarla. Afanasol miró a las estrellas deseando alcanzar a todas. Era un hombre que apuntaba, no a una estrella, sino a todos los miles de brillantes ejemplares que tililan en la cúpula celeste. Algún día los anales cantarían sus hazañas, a pesar de que la ciega generación de hoy no promociona a los héroes. Sueños infinitos de pasar a la historia, de ser narrado. Las consejas hablarían de sus hechos. Chascarrillos, apólogos, mitos, patrañas, folletones, invenciones acerca de él. Por fin se llevarían su merecido. Se haría al fin justicia con él. Hacía falta mucha justicia, montones de justicia. Pero es mejor callar y dejar eso a los jueces. Mejor. No compete.

Baruch y Pelandrusco llegaron a la casa, que era una especie de cortijo. Baruch se anudó la corbata y, muy digno, fue a llamar a la puerta. Pero cuando se dirigía a ella, seguido de cerca por Pelandrusco, un perrazo enorme y sin ladrar, le salió al paso. De un eficaz bastonazo lo desnucó. Tras este preámbulo avanzó educadamente, siempre digno, hacia la puerta de la vivienda, se paró antes de llegar y llamó con tres toques suaves, dados con el bastón. Salió una simpática campesina, a la que guiñó el ojo, y escabulló el ojete. Los hizo pasar, y el padre, al que se presentaron con toda pompa, según merecía el caso, atendió sus requerimientos y dispuso tres grandes garrafones de plástico para transportar él mismo, si era necesario, hasta el globo. Era un señor que se hacía comprender la problemática de los expedicionarios. Atento, educado, aunque algo tosco. La señorita que les abrió las puertas era su hija. Les invitaron a cenar. Por todo ello, pasada una hora, no regresaron al lugar donde estaba el artilugio volante. Afanasol se preocupó. ¿Acaso el enemigo se habría acostumbrado a atacar de noche? No era posible. O prefería nonearse la posibilidad. Decidió esperar media hora. En caso de que no vinieran, él saldría para ver si los veía. Poco antes de pasar el plazo de la media hora, Baruch y Pelandrusco volvían acompañados por el campesino. Cargaron el agua en el globo y despidieron, según merecimientos, al labrador. Fue muy atento y servicial con ellos. Todo gracias a la esmerada urbanidad de Baruch que para algo había de servir en el campo, ya que no en la urbe. Nunca comprendieron por que a los modales de una determinada manera y gusto se les llamaba urbanidad. Desde luego el tener en cuenta la cotidianidad del héroe puede resultar aburrido; pero siempre ilustrativo. No toda labor cotidiana está hecha por héroes. Tiene una vida vulgar, de día a día. Nadie cree que en la actualidad hay héroes, cono Afanasol, por ejemplo. Un día se hará el gran canto al valiente, todavía sin hacer. Pero al héroe en general, en abstracto, elevándolo al mundo metafísico de los mitos y leyendas. Se lo merecían. Sobre todo Afanasol. Pero habría de ser cantado sin la seriedad de palo, sin pretensiones adultas. Habría que admitir en ese canto la forma infantil, pueril, incluso repipi, ¿por qué no?

Después se dispusieron a dormir encima del pasto. Echaron un toldo y cada uno cogió su saco de dormir. Todos se reclinaron, después que Afanasol diera unas contundentes razones explicativas de por que el enemigo no les atacaría de noche nunca. Tranquilos, aunque no contentos, se dispusieron a descansar de la mejor manera posible. Los héroes también duermen, aunque no lo necesiten, No les es tan necesario como al vulgo. Ese vulgo dormilón que pulula por todas partes. Aunque así como a las tres de la noche Baruch se levantó sigilosamente, sin ser notado por nadie. Solo y cuitado se dirigió a la granja. Nadie despertó. Se acercó a una de las ventanas. Llamó suavemente sobre los cristales. No sucedió nada y volvió a llamar con cautela. Esta vez salió la linda campesina de ojos negros. Abrió de par en par las ventanas y el intrépido don Juan vejestorio entró en el dormitorio de la doncella. La besó galantemente. Ella se moría de gusto. En este caso se ha de morir gustosamente de amor. Era virgen. Lo fue.

Baruch, se decía, había colaborado, en épocas oscuras, con el enemigo. Pero de eso hacía tiempo. Por lo demás siempre buscaba un escape en el sexo, como muchos en el seso. Eso es lo de menos. Lo cierto es que era vigilado de cerca por Zarrampla.

Todos dormían, a estas horas de la noche, apacible sueño de los héroes. El pacificador, agradable, reconfortante sueño de los dioses, dicho de manera más justa.

El gato aquel era un verdadero zoquete. No se rían, por favor. Ni sonrían benevolentes, como si el César perdonavidas ejerciera ese derecho. Después de dos años de persecución del jilguero aún no lo había atrapado. Pero el pajarillo, por cachondeo, o por cualquier intríngulis que no se define en el origen de las especies, seguía tentando al felino. El animal se relamía de gusto sus blancos y erectos bigotes, algunos chamuscados ya por el fuego. Un recomiente deseo desesperado consumía al felino. Tenía enormes ganas de zampárselo entero, enterito. Para él sólo, para nadie más. ¡Qué satisfacción! El pájaro revoloteaba de acá para allá, dueño del aire. Picoteaba, cantaba, se divertía; suponiendo que las aves se divierten o que tengan idea del divertimiento. Aquella se sentía acosada implacablemente por el fiero gato. Era una penuria diaria. Tenía que dormir en cualquier árbol de la vecindad. Mientras, la primavera llegó y el gato siguió el acoso bestial. El jilguero sufría el penoso tormento, aplicándole su total inteligencia. Cierta vez estuvo a punto de ser atrapado. Fue cuando el traidor felino saltó sin contemplaciones desde una altura de más de diez metros sobre la tapia donde estaba tranquilamente, aunque atento. Faltó poco, muy poco. En el fondo se regodeaba, en sus adentros, de haber sido ocasión para que el gato se descalabrara, aunque hay quienes sostienen que los felinos siempre caen de pie, en caída libre. Había que tener cuidado. Estar siempre vigilante, pues se presentaba cuando menos se lo esperaba en los sitios más insospechados. El jilguerillo, en el fondo, se divertía con aquella persecución. Quizás aquel sería el primer gato esquizofrénico. Tenía segura una cosa: en el aire era imposible ser atrapado. Y esa iba ganando. Por otra parte podía vigilar al enemigo desde lo alto y, cuando quisiese beber o comer grano, hacerlo en la dirección opuesta donde estuviese. De noche habría de dormir en las ramas más débiles de los árboles, a fin de que el gato fuera sentido por su mayor peso.

Se harán comparaciones paralelas, ilustraciones de la epopeya (etopeya para otros), prosopopeya para los más sagaces. Todo será, así, más entendible, más sencillo, más claro y , al mismo tiempo, los héroes se sentirán mejor, incluso reconfortados durante su sueño. Tendremos que esperar que despierten, entreteniéndonos en algo positivo, digno, dicharachero y prometedor. Que ilustre, además, su historieta.

El funcionario llegó tarde aquella mañana a la oficina. Menos mal que el jefe se levantó con un dolor horrible en un callo. Esto hizo que su llegada fuese tardía como para venir casi diez minutos después de llegado él. Todo fue debido al maldito sastre que tuvo que despistar entre el maremagno de calles, como pudo. El muy percebe lo esperó a la salida de su casa (nunca le abre) desde muy temprano. No se dio cuenta al salir a la calle. No lo vio. Fue cuando estaba a cien metros del portal, cuando sintió a sus espaldas pasos apresurados, zancadas agresivas. Miró, y allá venía ese mequetrefe empeñado del sastre a toda leche. Creyó que lo agarraría; pero no fue así. Son los héroes. Corrió tremendamente. Se metió por una calle casi opuesta a su itinerario. Era lo mejor ir por allí, ya que entre aquellas callejas esperpénticas, despistar a aquel gilipollas fue tarea de lo más fácil. Pero, por eso mismo, tuvo que dar un gran rodeo para llegar a la oficina. El sastre no sabía donde trabajaba y, por lo mismo, no lo esperaría a la entrada. Un alivio que todavía no lo supiera. De lo contrario sería un delirio. De todas formas en la oficina estaba muy intranquilo. Continuamente iba a mear o a beber. No quería pagarle a aquel desastroso sastre. En el fondo le gustaba mucho, muchísimo, que durara aquella situación. Y no es que no tuviese dinero para pagar. Ni era masoquista. ¡En manera alguna! Él era un digno trabajador con su sueldo mensual, y gracias a esto tenía suficiente dinero para pagar a aquel mierdoso de sastre. Lo principal es que aquella embarazosa situación le daba aliciente a su mediocre vida. Sin todo aquello no tendría interés el vivir. Menos mal que se había producido, por chiripa, cuando en un bar del barrio, un día casualmente, le dijo ese asqueroso sastre que todavía no le había ido a pagar la cuenta que le hizo para la boda aquella. Recuerda el olímpico corte de manga que le dio. Hizo la puñeta y le tiró un hueso de aceituna a la calva. Todo ello provocó un displicente, maleducado y tergiversador cabreo en el cortador de telas y hacedor de trajes. Rojo de ira se avalanzó al vacío. pues el funcionario ya se había escabullido, y en la calle le daba voces provocativas. Le llamó de todo, desde marica a hideputa. El sastre corría tras él. Hasta que se cansó. Lo despistó y volvió a su casa. Pero estaba esperándolo en la puerta. El muy imbécil ni astutamente se había escondido para sorprenderlo. Hasta allí llegaba su tontuna. Lo provocó y el otro corrió hacia él. Se introdujo por un enrevesado dédalo, hasta que el sastre pareció desistir. Entonces, tranquilamente, volvió al dulce hogar. Estaba contento aquella noche, muy alegre. Lo celebró echando unos polvos en casa de Marisa. Le resultó redondo. Su vida de funcionario iba teniendo una razón de ser, de existir. Burlarse del sastre estúpido, correr de él, putear al sastre. Esa era la razón de su vida. Todo ello le provocaba un continuo miedo, una continua y martilleante idea de que el sastre estaba a sus espaldas. ¡No, no puede ser! Instintivamente se tensaron sus músculos y el jefe le dedicó una sonrisita benevolente y fláccida. Daba asco. Del sastre, no del jefe. ¡Vaya sastre gilipuertas! El primer insulto que pensaba dedicarle era el de maricón de cementerio, que sonaba Como a raro, estrafalario y cabreante con superioridad. Puede que fuera un cínico. Nunca lo negó. Cínico con estilo y solera.

A veces sólo la comparación paralelística da luz a los hechos. Nunca se abusará lo suficiente de ello cuando se trata de alumbrar este proceso. Hay cosas de tal enrarecimiento, cuestiones de tan empingorotada exposición, que sólo se puede recurrir a la metáfora para tratar de explicarlas, y eso a medias. Porque se ha de contar con un mínimo de inteligencia y con pocos prejuicios.

El griego se hallaba perdido en tierras persas. Allá entre trozos de alfombras, pozos de petróleo, aldeas hostiles, el enemigo detrás, el Ponto Euxino por pasar. Feroces montañas, amenazantes como dioses cabreados. El griego, a pesar de ello, es hombre con recursos. Siempre los tuvo. En el caso que se hallaba lo mejor era dirigirse al Ponto por las montañas. Huyendo del enemigo en la llanura estaba seguro de perecer, por las certeras armas que éste poseía. Era obvio que deseara irse a través de aquella zona escabrosa, arcana, desconocida y misteriosa. Así que, aprovechando la noche, para no ser visto, cruzó la llanura, llegando junto a las montañas al llegar el día. Se descuidó un tanto de mirar hacia atrás, pues el persa no atacaría, mientras subía. En estos trances ganó la cima, antes que el enemigo se diera cuenta. Penetró en las aldeas de los valles y repliegues de las montañas. Allí había cantidad de víveres de los que se sació y avitualló para la penosa marcha. El griego llevaba tres acémilas y, como prisioneros, un bello efebo, una bellísima mujer y un guía. Con todo el dolor de su corazón viose precisado, para apresurarse en el paso de la intrincada cordillera, deshacerse del muchacho y de la hembra, así como de dos acémilas, y prosiguió la marcha una vez que lo hizo, más liviano. Los bárbaros montañeses, sobre todo uno barbado, se opusieron a que cruzara por sus tierras. Tras una acalorada discusión, el griego prosiguió su marcha, que más bien parecía una fuga, o dos fugas. Corrió todo lo que pudo mientras el terrible bárbaro disponía lo necesario para salir detrás de él y estorbarle el camino. Desde lejos se veía un intrincado paso o desfiladero que, según el guía, era el único lugar para pasar las montañas. Pensó apresurarse todo lo posible, a fin de que no se adelantaran y le impidieran ganar el otro lado. Cuando faltaba poco, para su desesperación, se dio cuenta que encima de una roca estaba el hosco bárbaro, estorbándole cruzar el camino. Volvió inteligentemente sobre sus pasos, decidiendo secuestrar a un nativo del país, para que le condujera por otro lugar que, estaba seguro, debía de existir. Bajaron a un valle. Se acercaron a una casa. Al lado de un montón de estiércol se hallaba un mozalbete ocupado en defecar alegremente. Lo acechó. Fue por la espalda y le tapó la boca, llevándole lejos de allí, en contra de su voluntad y entre forcejeos. Lo obligó a que le guiara por algún otro lugar que llevara al lado de allá de las montañas. El chico, atemorizado, así se dispuso. Antes pidió un breve tiempo para terminar su tarea. Acabada la cual, se pusieron nuevamente en camino. El griego deseaba llegar a su patria. El enemigo era duro; pero no invencible. Evidentemente este nuevo sitio por el que se cruzaba al otro lado era más largo, más arriesgado e infinitamente más aventurado. Por todo ello se ataron los tres expedicionarios. Provisor, el griego también arrasó una aldea, en la que se hizo de suficiente comida y bebida para el cruce de las escarpadas cumbres y no verse colgado a mitad del sendero.

Por la mañana se levantaron de muy buen humor. Sobre todo Baruch. Aunque, en realidad, aún no había amanecido. Afanasol arreó a todos para que se soliviantaran y prepararan el globo y partieran cuanto antes. A una distancia de quinientos metros alrededor, a Zarrampla le había parecido ver sombras que se movían, sospechosas voces entrecortadas, el chocar de armas, el suspiro de la guerra. Una situación alarmante. Había que ser rápido. Golimbrón tuvo un conato de espasmo. Se tiró al suelo. Rápidamente Baruch lo levantó y animó. Le mandó coger unas mantas y otras cosas que faltaban por subir al aparato volador. Al cogerlas se quedó rígido, al igual que si le hubiesen dado un buen susto. El pelo se le erizó y el bigote parecía el de un gato. Baruch. pese a su apacible campechanía, se puso rápidamente en guardia. Se acercó a Golimbrón, que se mordía la lengua y espumajeaba por la boca y narices. Se la mordía con gran daño. Hábilmente Baruch se la introdujo dentro de la boca y, por poco, le mordió un dedo. Se sacó el pañuelo y se lo puso entre los dientes. Golimbrón cayó al suelo, a todo lo largo, temblando de manera horrible. Parecía que cien mil demonios le mordieran el estómago. Sin pensárselo llamó a Zarrampla y entre los dos lo cogieron y lo introdujeron en el globo, aunque llenos de un terrible pavor. Afanasol, sin inmutarse, subió al artefacto, poniéndolo en marcha cuando ya unas gigantescas sombras grotescas comenzaban a acercarse al globo con el clarear del nuevo día.

El sol salía a lo lejos, detrás de la llanura, cuando el artefacto, alegremente, como alboreado al compás del rey astro, tomaba la dirección norte. Abrieron unas botellas de leche y, con galletas, desayunaron tranquilamente. Golimbrón estaba completamente repuesto. Los achaques que cada cual tiene de nacimiento atacan en las imprevistas situaciones, haciéndose cómplices del enemigo acechante.

Sobrevolaban la llanura. A lo lejos se veían montañas con sus puntitos blancos de nieve en las crestas, produciendo una agradable sensación. Por la carretera vieron coches de la guardia y de las policías que se acercaban a una estación de servicios de combustibles que habían saqueado, seguramente, la noche anterior. Cada vez había más delincuencia, era irremediable. Hombres de roble navegando el aire, montados en un casi infantil globo, veían una panorámica menos halagüeña hoy que la del día anterior. La novedad del vuelo permitía mitigar el miedo al enemigo. Ahora esa novedad había decrecido y se convirtió en pura monotonía. Se sobreponía el horror acechante del enemigo que parecía tener tomado todo. Todo el país era suyo. Esta vez seguramente, no habría salvación. Vieron una bandada de patos en V volando por debajo de ellos. Algunos pájaros se posaban en lo alto del globo, ya sin precaución alguna, con total desparpajo. Parecía destinado al mismo destino de las aves: volar y volar. A pesar de ello, el enemigo se desplegaba camuflado, pese a lo que lo veían, o, al menos, lo intuían por toda la llanura. Serpeaba caminos y veredas. Cruzaba ríos y arroyos. El globo, tomando una fuerte corriente de aire, se aceleró. Hasta ahora Afanasol lo dominaba al completo. Diestramente. En otro tiempo más feliz había sido timonel de un navío a velas. Se dedicó a la piratería. En el pueblo nadie sabía de su vida pasada. Diremos que se enriqueció filibusteramente. Es lo mejor. Afanasol fue un viejo lobo de mar. Ahora lo era de aire. Aunque los lobos no vuelan. Pero figuremos el sentido, o desfiguremos. había campeado siempre temporales fuertes. temporales desastrosos de los que otros no se hubiesen salvado jamás. Le gustaba el peligro, la aventura hemigwayana. Era su mayor ilusión desde siempre. Ya desde pequeñito... ¿Qué hace ese manta del Zarrampla? Será bruto. Está haciendo zozobrar la barquilla. La perra se vuelve histérica. Todos nos alborotamos. Afanasol prepara tranquilamente una jeringuilla, cargada con un fuerte tranquilizante. Mientras Baruch y Golimbrón tratan de calmar al suicida. Afanasol, sin contemplaciones, le hinca la aguja. Se desmaya y lo recuesta entre los fardos de enseres que van en el fondo. La perra deja de emitir su aullido agorero. Comienza a llover poco a poco. Afanasol estabiliza el globo. Rápidamente sitúa una lona, preparada al efecto, y la extiende por encima de la barquilla. Así estuvieron guarecidos la media hora escasa que duró la lluvia. Después se despejó el cielo y estuvo todo el día así.

El enemigo hacía estragos en el ánimo de los cuatro componentes de la volátil expedición. Visiones estrambóticas originaban pánicos y comportamientos peligrosos para la vida de uno mismo y de todos los miembros. El adversario que ría ser ubicuo en los interiores de cada uno, en las conciencias. Pretendía aliarse a sus miedos.

Abajo parecía moverse algo de manera inquieta. Entre unos peñascales se emitían unos desgarrados bronquidos que sólo se captaban levemente debido a la lejanía de donde provenían. Afanasol, a instancias de los demás, dirigió el globo al lugar. De todas formas tomó muchísimas precauciones y lo sobrevoló alto. Emergió de entre las peñas un ser furioso, una terrible fiera que desde lo alto ofrecía una escalofriante panorámica, bella; pero, al mismo tiempo, terrible. Un melenudo, iracundo león de las montañas. Su boca parecía no tener fin. Fauces devoradoras. Como se dio cuenta del artefacto lo miraba desde la tierra, centelleándole lo ojos fulgurantes, rayos de deseos destructores. Alzó la zarpa. Afanasol perdió, por momentos, el mando del aparato y se precipitó irremisiblemente hacia abajo. Iban a caer justo donde estaba el león. Se hizo la histeria dentro de la barquilla. Pero, como la caída era lenta, bastante lenta, Afanasol tomó la palabra y calmó a todos lo mejor que supo, invitándoles a tomar unos comprimidos que tenían la singular propiedad de dar valor en la adversidad, fuerza en las debilidades. Cada cual se armó con un porra, que al efecto se guardaba en el interior de la barquilla. La perra asomó la cabeza y ladró insolentemente al fiero león que rugía y daba zarpazos al aire esperando que estuviesen todos a su alcance. Baruch sacó la aguzada jabalina que llevaban y la arrojó, con intensa fuerza, sobre el animal. Cruzó rauda los aires, con una fuerza bestial. Dio de lleno en los lomos del león. Todos vieron admirablemente que no lo traspasó y que, incluso, rebotó. La fiera se revolvió y mordió entre sus fauces la lanza destrozándola, como si fuera de azúcar. Todos quedaron maravillados y consternados. El aparato seguía en suave caída de los cielos. Baruch desenfundó un viejo revólver del cuarenta t cinco. Disparó, apuntando precavidamente, a los morros del león, a los ojos sobre todo. Milagrosamente las balas rebotaron en la piel del bicho. Alguno, de puro pánico, incluso se rió. Pero la situación no era de risas. Zarrampla cogió un enorme pedrusco que había por allí. Lo tiró, en caída libre, pensando que por la aceleración de la gravedad, cogiera suficiente fuerza y despanzurrara al león. Se oyó el silbido aceleratorio de la piedra. Todos vieron como también dio en el cuello, entre las melenas; pero sin consecuencias. El animalote se limitó a rugir y a sacudirse, como si un polvillo molesto se le hubiese metido entre los pelos. Todos se llevaron las manos a la boca, mordiéndose las uñas de miedo. Un aire, de sopetón, los deslizaba en la libre caída, fuera del alcance leonino. Era una lenitiva salvación. Momentánea, por supuesto. Provisional. Pues la fiera, percatada del percance, se trasladaba hacia donde caería el globo. La perra preñada ladró, entonces, lastimera. Iban a caer entre unos árboles. Una entrevista esperanza les anunciaba que quizás, colgados de las ramas, a una distancia tan prudente del suelo, como para que la fiera no los alcanzase, era su salvación. Se mandó callar a la perra gorda.

El globo se posó en un eucalipto, que evitó su caída al suelo. El león no tardó en llegar al pie del árbol y a intentar destrozarlo, para que los viajeros se le pusieran cerca de sus zarpas. Sufrían una avería que era subsanable. El armatoste perdió gas y eso hizo que descendiesen. Afanasol puso manos a la labor de producir el suficiente gas caliente para elevarse de nuevo. No sólo fuera del alcance de la fiera, sino del enemigo, que posiblemente estaba al acecho entre las rocas, por las cercanías, y que seguramente no se atrevía a asaltarlos por temor al león que acechaba. Pero la avería no se solucionaba. Afanasol se percató que la superficie del globo tenía un enorme pinchazo, quizás proveniente del choque de alguna ave en vuelo. Inmediatamente trepó por una de las cuerdas y se encaramó hasta donde estaba el desperfecto. Aquello era casi imposible de arreglar, aun provisionalmente. Miró, desde su privilegiado atalayamiento, al león enfurecido, y tuvo una idea.

Afanasol poseía una formación científica y humanística de primer orden. No sólo conocía la propiedad de los venenos, sino su utilización por parte de grandes hombres en la historia. Así recordó el envenenamiento de Sócrates, con cuya piel filosófica se habían cubierto, a su muerte, todos los que se autoproclaman filósofos. También el envenenamiento de Pompeyo. Y, más recientemente, tantos oficiales y altos jerarcas nazis, puede que el mismo Hitler. En fin, que bajó rápido de su observación de la rotura y comenzó a preparar una fuerte dosis de un potente veneno.

Según observó en las agresiones que hicieron a la fiera, la piel de ésta parecía invulnerable. ¿Que mejor cubierta para el globo? ¿Qué mejor material para evitar que fuera horadado que esa piel, si podía estirarse? Afanasol deliraba preparando la poción venenosa. Esperaba que las entrañas fueran vulnerables al preparado. Sería como Sócrates. Recubriría con su invulnerable pellejo el globo, protegiéndolo más y mejor del enemigo, como la piel socrática recubría las cabezas de los filósofos que siguieron, especialmente de Platón y Aristóteles. Pero no procedía hacer, en semejante lugar, tales elucubraciones y ya casi estaba terminada la potente pócima.

Afanasol requirió un buen tasajo de carne, que Golimbrón dudó en proveer. Hubo un ligero altercado y, al final, por votación, se decidió dar al león la carne previamente impregnada de la poción mortal.

Con una cuerda se fue bajando la carne. La fiera daba saltos de rabia y zarpazos al aire, que zumbaba en sus uñas. Poco a poco la trampa mortal, el alimento engañoso, la fruta que haría perder el paraíso de la vida para el animal, fue acercándosele. Cuando estuvo próximo le dio un manotazo tal que tiró con fuerza de la cuerda que Afanasol iba soltando, que éste se sintió tironeado. Los demás tuvieron que acudir a agarrarlo, so pena de verlo por los suelos cabe el árbol. El tasajo de carne fue enviado, de un manotazo, a una considerable distancia. La fiera se fue a él, lo olisqueó entre gruñidos y se lo zampó, entre voraz y agradecida. Tal sería su hambre. Todos, desde el globo, expectantes, tuvieron un gesto de alegría y esperanza. Aplaudieron. En todos estos casos siempre se debe aplaudir y no debe de dar cortedad. El león volvió a su empeño, a su deseo de la mayor comida y mejor, la más humana. Volvió al árbol y a su intento de atraparlo hasta Afanasol y los suyos. Peliaguda intención para una animal que carecía de destreza equiparable al mono. Pero todos sabemos que los leones no se lo piensan mucho y arremeten, sin titubeos, al enemigo que se les presenta. Rara vez le huyen. En todo caso lo evitan y se permiten la desfachatez de ignorarlo. Ignorar un adversario es eliminarlo por el camino más explícito. Y más sabiendo que no tiene fuerzas para inquietarle tan siquiera. Sea como fuere, es que el asunto de la indómita fiereza, con su productor, la fiera embravecida, arañaba el árbol, buscando la pitanza, que adivinaba tras degustar el aperitivo envenenado que Afanasol le bajara por la cuerda.

Desde el objetivo, Golimbrón observaba la bella panorámica. Un animal, todo músculos, valor, energías. Hizo uno, dos, tres, varios disparos. Pasaba el carrete y disparaba la cámara, tratando de obtener las mejores fotos, que envidiaran los reporteros de prensa, los artistas de salón, los fotógrafos aficionados a la caza de los encantos momentáneos obtenidos impresionando las tiras de celuloide. Se volvió y enfocó al resto de los que iban en la barquilla. Aquel era un momento histórico, fabuloso, único para plasmar una imagen. midió la distancia y los acribilló a disparos. Alguno, que distrajo la vista de su mirada a los intentos del león por subir, sonrió, atávico, ante la toma de las fotos.

El bicho espumajeaba por la jeta. Zarrampla, en un ataque de euforia por una pronta victoria, le arrojó una barra de hierro que halló a mano. Le dio en medio de la cabeza y el bicho se enfureció. Le entró como una tos fortísima y espumajeó con más encono. Cesó en sus empeños trepadores y se inmovilizó el león, como pensativo, meditabundo. Meneó la cabeza a derecha e izquierda con especial empeño. Luego arriba y abajo. Caminó un trecho tambaleante. En todas las caras brilló la alegría tras la preocupación. En todos los corazones reinó una calma expectante, visionaria. Afanasol era un héroe leonicida. Como Sansón e incluso Hércules. Dicen que también Don Quijote. No sé. Eso escribió alguno; pero está por demostrar si fue así o fue el ingenio creativo quien atribuyó a un héroe, por otro lado inexistente. Como estaba claro, Afanasol lo hizo con las armas que un héroe moderno, viviendo en una época de ciencia y facilidad, de inteligencia y de uso del entorno, de la herramienta y de las circunstancias para su supervivencia. Aún el león no estaba muerto y no se debe de lanzar las campanas al vuelo. Procede el silencio más religioso que jamás hubo ante los sacrificios de las víctimas propiciatorias en el altar, a los dioses más alabados. Como si un toro buscara la querencia de las tablas para morir. Silencio que heredó para las misas cristianas y que se invoca para los habitantes del globo.

Al fin el león rodó por tierra con un tiritar espasmódico de las extremidades; pero sin un rugido. Esperaron un tiempo prudente, y Afanasol, armado con un enorme cuchillo, descendió por una escala. Una vez en tierra, cogió la barra de hierro y se la arrojó a la yaciente fiera. Se acercó valiente y le asestó una cuchillada en uno de los ojos, buscando el cerebro. Corrió hacia la escala, pero, sintiendo que el león no se meneaba, se volvió sobre sus pasos. Bajó Pelandrusco y se fue al animal, golpeándolo con los pies.
-Está muerto -sentenció.

La tarde comenzaba a decaer y una oscuridad parecía próxima. Así que, con la ayuda de cuerdas, bajaron el globo, que una vez en tierra dejaron, para ocuparse del cadáver del león. Afanasol comprobó que, en efecto, su piel era invulnerable. La dificultad estribaba en como hacerse de ella para tapar el agujero que tenía el artefacto volador. habría que despellejar a la fiera con las últimas luces del atardecer. recurrió a una de sus artificiosas y extrañas herramientas. Colgaron del árbol el cadáver, no sin esfuerzo, y se procedió a quitarle la pellica. La extendieron en la yerba y comprobaron, pasmados, que era extensible como la goma. Afanasol tuvo entonces una idea genial. Digna de su caletre y de todos los magines geniales que en el mundo han sido.

Toda la noche estuvieron en vela. En primer lugar se trataba de tapar el enorme boquete que tenían en la superficie del globo. Luego recubrirían éste con la piel del león, estirándola, dad sus dúctiles cualidades. De esta manera era seguro que no sufrirían más agujeros que provocasen pérdidas de gas. Desde lejos podía observarse el ajetreo de todos los habitantes del globo. El enemigo acechaba en las tinieblas imposibilitado para atacar en la noche.

Se aprestaban para una larga travesía. Dos horas antes del amanecer todo lo importante estuvo concluido y se tomaron un descanso. La perra preñada velaba.

El corto sueño se hizo reparador y gratificante de las inquietudes que el día había traído. Antes del amanecer estaba todo preparado para la elevación. Otra vez la fatiga de las alturas y el rumbo no fijado de los fugitivos que van a ningún sitio y a parte donde sus perseguidores no molesten, un lugar donde poner a recaudo la vida y la mente.

Cuando el sol asomaba sus primeros resplandores por las copas de los árboles cercanos a una río, el globo comenzó su ascensión a los cielos. Todos estaban contentos y el suelo se fue alejando bajo sus pies. Con las luces del alba el león muerto se asemejaba a los restos de una nave pirata vencida. Golimbrón sintió que su bigote se erizaba sin causa aparente. Miró en derredor y vio venir del oriente, allá donde el sol inauguraba el día, una enorme bandada de aves. Se aproximaban al aparato, que se dirigía a poniente. Señaló a la banda y Baruch enfocó los catalejos en aquella dirección, no sin deslumbrarse por el sol. Pensó, por momentos, que el enemigo se hubiese hecho volátil. Sería la perdición. En poco tiempo tuvieron cerca a las aves. Eran negras y grandes, no emitían ningún sonido. Pronto estuvieron a la altura del artefacto que les transportaba. Eran inmensas y en multitud. Afanasol trató de clasificarlas, dentro del reino animal, y no acertaba. Eran como inmensas grajas. Volaron durante un trecho alrededor del globo, mirando con inquietantes ojos negros. Cundió una cierta inquietud en los navegantes del aire. Afanasol siempre aconsejó aprestarse para una posible reyerta, viendo el cariz amenazador de las aves. La perra preñada les ladraba. Zarrampla fue el primero que se dio cuenta de que aquella alada monstruosidad venía con el pico abierta hacia él. Se agazapó en la barquilla y el plumífero se aferró con sus garras a ella. Afanasol disparó al pecho, y el bicharraco dio un quejido, derrumbándose dentro. Atendieron a otras posibles embestidas; pero no fue así y vieron como se reagrupaban, yéndose hacia el oeste. Todos se tranquilizaron. Examinaron el cuerpo de la que mataron, cuyas alas abiertas se habían enredado en los cordajes de la barquilla, que la unía al globo. Por la herida manaba abundante sangre. Pelandrusco puso un cubo que se llenó. Afanasol apenas creía en tan extraños ser y fenómeno, perteneciente al mundo de las plumíferas y que tenía delante. La sangre dio un fuerte olor a nafta, y eso le llevó, siempre guiado por su proverbial curiosidad, a coger un platito con un poco de ella y aplicarle fuego. Todos vieron, con asombro, como aquella sangre ardía con una llama parecida al combustible que utilizaban para el globo. Afanasol pensó que con el cubo tendrían combustible para dos días de vuelo. El destino parecía burlarse, con estos percances inesperados, de todos ellos.

Pasó el tiempo y sobrevolaban unas enormes montañas. Tras ellas se abría un espacio terso y de brillos plateados. Era una enorme superficie de agua. No era todavía el mar, sino un enorme lago, cuyos límites se vislumbraban desde las alturas en que se situaban

Como es natural todos pensaron que aquella superficie de agua era el Ponto Euxino, donde al otro lado se ofrece la solaz salvación. Pero al ver delimitada su continuidad a lo largo se les fraguó un engaño más de los sentidos.

Todo esto es ilógico y un enorme disparate. Ir a ningún sitio y en las circunstancias y perennes peripecias que ellos iban, no tenía razón de ser. Sería eso, que ellos no tenían ser y, por lo tanto, carecían de razón. Añoraban la vista del Ponto Euxino, sus aguas. Pero no sabían en que dirección cardinal estaba situado. No sabían a donde emprender el vuelo. Ícaros ciegos que sólo se limitaban a volar para sobrevivir. Sobrevivir para pasar el Ponto Euxino. Sus vidas, de esta manera, tenían un remoto sentido. El sentido que da la esperanza de la salvación. Salvación y no sobrevivencia. Pero no recibían ningún comunicado de un grupo que huyera asimismo. Ninguna señal en el amplio horizonte que se divisa desde lo alto, ni ninguna señal en los astros. Ni una paloma mensajera se posó en la barquilla, trayendo gratas noticias sobre el rumbo a tomar. De esta manera todo eran sobresaltos, luchas, posibilidades, zingzangueos, errar por los desiertos aéreos buscando tierras prometidas, confundidos por no se sabe que pecado que les apartaba de la buena ruta. ¿No sería el Ponto Euxino una quimera más? Posiblemente todos los que huyeron alguna vez del enemigo jamás lo alcanzaron, ni sus playas y acantilados fueron pisados nunca. Llevaban unos días, ¿dos, tres?, de vuelo y les parecían eternidades voladas. En la angustia que se disimulaba. Después de aquello se planteaba seriamente si la vida merece la pena ser vivida.

El globo sobrevolaba la límpida superficie que ondulaba abajo. El sol estaba en lo más alto. Una barquichuela cruzaba las aguas y uno de los hombres que remaban saludaba, moviendo los brazos y dando voces. Afanasol maniobró con prudencia para acercarse lo más posible. Pensaba en todo momento en las añagazas de los enemigos. No estaba muy seguro si en el agua el enemigo tendría poder. Los de la barca le ofrecían pescados. Afanasol situó el globo debajo y lanzó una cuerda. En un cesto izaron los peces. Golimbrón los quería guardar para prepararlos por la noche. Zarrampla, llevado de un proverbial sentido de la desconfianza, cogió el cesto, sacó uno de los peces y se lo dio a la perra. Por si estaba envenenado. Se decidió esperar. Afanasol elevó el aparato y procedió a analizar el pescado. No parecía envenenado; pero, consultando a los demás, decidió devolverlo al lago. Todos estuvieron de acuerdo.

El globo fue dejando atrás la enorme superficie líquída y a los pies se desparramaba una gran y fértil llanura. Ganados de vacas pastaban en prados feraces. Campesinos se dedicaban a sus faenas. Todo era hermoso y tranquilo. Les hacía pensar en que el enemigo no existía por aquellos parajes. Así que optaron por posarse cerca de un caserío y acercarse a él. Por supuesto, con todas las precauciones que correspondía al caso.

Se procedió a un oteo minucioso del horizonte en todas las direcciones. El encargado de manejar el catalejos, con toda pulcritud y perspicacia, fue Baruch, ducho en el arte de observar detalles y minucias. Era una aficionado lector de novelas policiacas. Degustaba estas lecturas y también era asiduo lector de una revista de quioscos, donde se explayaban casos policiales por resolver: SER POLICÍA. Más de una vez había resuelto asuntos de esta índole y, por ello, un alto organismo le concedió una distinción al mérito civil. Era un agudo observador de vista de lince. Con tranquilidad miraba en derredor de la barquilla los más mínimos detalles que pudieran dar indicio del enemigo por aquellos campos, por aquellas tierras, bajo el artefacto volátil, has donde pudiera alcanzar su vista, ayudada por los catalejos. Todos confiaban en la inspección de Baruch. Este afán de policía, junto a su inveterada donjuanía, eran las características más sobresalientes de este habitante provisional de las alturas. Se puede pensar que la perspicacia policial iba unida, indefectiblemente, a sus dotes de don Juan. Puede que supiera cosas de las mujeres que el resto de los mortales desconocía a medias, y, de ahí, su éxito con ellas. Conocedor profundo del otro sexo por sus aficiones inquisitivas, más que por sus dotes de galán, debía estar por ello agradecido a la existencia del elemento, que podríamos llamar policial, en las sociedades humanas.

Baruch anunciaba que, en lo que él veía, no había nada que pudiese inquietar sus espíritus. Así que Afanasol maniobró para acercarse a la tierra. Precavidamente, y sin que el catalejos dejara de remirar, fueron perdiendo altura. Pensaba, Afanasol, en los místicos. Concretamente en los vuelos místicos para huir de las tentaciones de la carne. Esos vuelos que se realizan en noches oscuras del alma y del cuerpo y llega un momento en que acontece el deslumbre de la luz divina. No era es su caso; pero podría ser el de alguno de sus compañeros. Para él bajar a tierra en pleno día y estirar las piernas, proveerse de vituallas y sentir bajo sus pies la compacta corteza terrestre, era el paraíso deseado, y la luz divina. Era el revés de lo que a los místicos les ocurría. En un vuelo, sí, en un vuelo de aterrizaje.

El caserío estaba cerca ya. Decidieron posarse a unos centenares de metros del mismo. Ya en tierra, Saltó Zarrampla y clavó una estaca, atando uno de los puntales de sostén para cuando el aparato estaba en tierra. Inmediatamente Golimbrón clavó otra estaca y ató otro puntal. Bajaron todos los demás, menos Afanasol que quería dejarlo preparado para una eventual huida. Y para que ésta se hiciese con rapidez. Acabados estos preparativos, procedió a hollar el seno de la madre tierra, tan deseado y a maravillarse ante el deslumbre de tener los pies en el suelo.

Cayó en suerte a Baruch quedarse con la perra al cuidado del artefacto. Afanasol y Golimbrón entrarían por un lado en el villorrio, y los otros dos, Pelandrusco y Zarrampla, lo harían por el lado opuesto. Se reunirían en lo que podría ser plaza mayor y vieron desde lo alto.

Junto a las casas, por la parte que Afanasol y sus compañero entraron, había un pequeño bosquecillo de pinos que, en una hilera, se largaba hasta intrincarse, en las afueras de la villa, en un espeso bosque. Durante un rato, entre los árboles, observaron el pueblecito. Golimbrón se adelantó, colándose por una de las calles. Si ir por el medio, sino cerca de la pared de la derecha. Salió de una de las puertas una vieja que se fijó en él. Al pasar ante ella le dio las buenas tardes y siguió. A escasos pasos le pisaba los telones Afanasol, con un bolsa donde llevaba algunas defensas y herramientas ante imprevistos casos que suelen acaecer, ¡ojalá no!, en este tipo de incursiones en corral ajeno. Al andar la calle y volver la vista atrás, se dieron cuenta que de todas las puertas habían salido mujerucas, jóvenes y viejas, vestidas de negro, que los observaban. Alguna con la mano sobre la frente, para protegerse de la rutilante luz del día, que deslumbraba, al salir de las casas a la luminosidad de las calles. Entonces los dos se pusieron a la misma altura y cogieron la calle de la derecha.

Pelandrusco y Zarrampla fueron a dar a un riachuelo. Sería el río del pueblo. Estaban en la parte opuesta por donde la otra pareja de compañeros había entrado. Bebieron en las limpias aguas, metros más arriba de lo que parecía un lavadero, donde las mujeres harían la colada. Miraron el pueblo y caminaron confiados por el medio de la calle que tuvieron más a mano. En la primera esquina había un grupo de hombres que los miró al unísono. Todos estaban cariacontecidos y dejaron de hablar nada más verlos. Pasaron delante del grupo dando las buenas tardes. Nadie contestó y se dirigieron a la izquierda, después de preguntar por donde se iba a la plaza. Pregunta que ninguno contestó, limitándose uno a pasar la pelota a otro con la mirada.

Los cuatro compañeros, divididos en parejas, desembocaron, tras recorrer algunas callejas, calles y vericuetos pueblerinos, en una amplia plaza. Amanecieron a ella por partes opuestas, y lo que sus ojos vieron no dio crédito a sus razones ni a sus entendederas. En medio de la plaza había un entarimado por el que paseaban, con garbo, algunas mujeres medio desnudas, otras completamente como sus madres las trajeron al mundo. Las había jóvenes de buen ver, viejas de carnes fofas y arrugadas y caídas tetas. Se reunieron en uno de los lados de la gran plaza y contemplaron la posibilidad de inquirir sobre tal evento. Lástima que el mujeriego de Baruch estuviese en el globo.

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